jueves, 5 de marzo de 2015

Mi duende.

Desde el día en que la noche cubrió su propósito con su oscuro manto salpicado de estrellas, ellos ya no pudieron separarse jamás.


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Él.

Sus ojos estaban cansados de ver pasar la vida y no encontrar algo que le motivase. Agotado de la mala suerte y de las malas jugadas del destino, alguna vez que otra se planteó tirar la toalla... Pero algo le decía que eso no era la mejor opción, que había algo esperándole.
Cuando miraba, no observaba. Cuando comía, no saboreaba. Cuando besaba, no amaba. El cúmulo de circunstancias en la vida le hizo perder la ilusión por todo lo que le rodeaba, quedando poco a poco apagado su ser, marcado en sus ojeras, escrito en su cuerpo. Pedía en silencio que todo empezara a mejorar, que apareciera algo que le diera vida a su vida y que por fin pudiera ser feliz después de tanto sufrimiento.

Cuando su princesa apareció, todo se tornó a otro color.

En cada una de sus caricias perfila de forma sutil el arte del amor, demostrando con cada roce la adoración que siente por ella. Vigila con cautela cada movimiento y sentimiento de su amada, con la mirada puesta en su cuerpo de forma que lo que se supone que es una inocente mirada, en realidad en un mordisco imaginario. Cada noche le hace el amor como si no fuera a haber un siguiente día, sin dejar atrás un tierno beso en los labios, o una suave caricia en la mejilla. Él lo sacrifica todo por ella. 

Se pierde en el humo de su cigarro imaginando el contorno de sus caderas, recordando cada vez que la piel rozó con la suya. Se acerca su ropa a la nariz, cuando ella entra en duermevela, y aspira delicadamente el perfume de su cuerpo, grabándolo a fuego en su mente para recordarlo con intensidad hasta el próximo día que la pudiera ver. Sus manos, descuidadas en el tiempo, daban a su amada siempre una tierna caricia. Es un hombre que demuestra su adoración con la mirada, su querer con los labios, y su alegría con su canto. Él es excepcional.

Aunque no viera nada, observaba su carita en la noche mientras ella dormía. Acariciaba levemente su pelo, con cuidado de no despertarla, y jurándole amor eterno le prometió en silencio que la haría feliz de por vida.



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Ella.

Lo agobiante de su situación hizo que ella pensara en cometer locuras con tal de arreglárselas sola. Se veía en medio de un montón de gente, cada persona con una historia distinta, pero a ninguna terminaba de verla llena. Algunos que otros pasaron por sus brazos y quizá probaron sus labios, pero ninguno era digno de ella. 
Hubo mentiras, hubo desengaños, hubo decepciones. Algunos incluso se quisieron aprovechar de ella, hasta que la princesa dijo que no quería seguir más con esa farsa. A partir de ahí, debido a todo lo que en sus recuerdos cargaba, su melena perdió su brillo, su mirada perdió la fuerza, sus caricias no tenían dueño y la soledad fue apagando su alma.

Aparecieron príncipes engañosos con lo que parecían distintos regalos. Uno le regalaba palabras bonitas de las que se pronuncian de vez en cuando. Otros le regalaron falsas ilusiones, e inclusos falsos "te quiero". Pero... Cuando miró entre el público, le vió a él.

Como predestinados, se conocieron y compartieron más de un baile de miradas entre ellos. A pesar de la distancia, él le hacia sentirse acompañada en las noches de más intensa soledad, cuando las estrellas quedan envueltas por un tapiz de nubes. Poco a poco ella fue dando acceso a su alma, hasta que un buen día se percató de que ese hombre era todo lo que ella había querido encontrar toda su vida. Junto a él no sentía tristeza. Si lloraba, era de emoción y de felicidad, y si discutían, pronto lo arreglaban y volvían a unirse en una sola alma. 

Una noche, él y ella estaban juntos, tumbados, envueltos por capas de sábanas que les abrigaban del frío. Mientras él dormía sobre los senos de la princesa, ésta miraba a la luna y lloraba... Pero lloraba de alegría. Juró que hacía tiempo que no se sentía así, que todo parecía un sueño del que no quería despertarse, que nadie sobre la faz de la Tierra le haría tan feliz como él, y que quería pasar el resto de su vida junto a esa persona. 

Mientras la respiración lenta y acompasada del hombre acariciaba la piel de ella, ésta besó su frente con cuidado, y en voz casi inaudible, le susurró:

- Duerme, cariño... Duerme. Sueña conmigo, pues tu eres mi sueño y mi insomnio, y mientras estés aquí no habrá día en que una sonrisa no amanezca en tu rostro.

Junto a su cuerpo dormido ella había dejado una nota escrita con el mayor de los sentimientos, con una lágrima de felicidad por bandera y en la que se leía:
"Te amo, mi duende."

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